Llego a la biblioteca a las 9 de la mañana, saludo a los vigilantes y entro al auditorio, silencioso y vacío a esa hora. En tal silencio y soledad solemnes viene a mi mente tu recuerdo, como una mariposa extraviada, antes de finalizar las notas semanales y el taller de poesía que las sigue.
Siento, como si fuese hoy, tus cálidos besos y caricias encendidas, tu rostro fresco y tu ternura plena. Conducido por tus manos sedosas tomo lápiz y papel de la carpeta; surges toda sobre la hoja en blanco invadiendo la superficie con tu cuerpo, donde anidan un par de golondrinas dispuestas a volar por su alimento.
Pasan los minutos y no llega el olvido a cubrirme con su manto gris, en esa soledad y ese silencio omniabarcante y cierto.
Decido suspender el recorrido y pensar más bien en esos días, cuando fuiste mi primavera y mi jardín. Las rosas del otoño, ya marchitas, intentan renacer, pero sus pétalos me anuncian que el invierno llegará para quedarse con su espada de hielo y de quietud, dispuesto a combatir mis sueños, sin tregua y con furor, hasta el final.
Retomo entonces el único recurso que me ofrece el salón, frío y sereno como un lejano bloque: escribir estos versos para ti, con la esperanza de salir indemne en mi lucha furiosa contra el mundo, siempre siniestro, miserable y romo.