Azul, azul y siempre azul, esta Tierra de lejos me conmueve. Al borde de la atmósfera exterior, desde el rostro de naves giratorias muchos ojos robóticos la miran.
Afuera el universo profundo con sus galaxias y constelaciones, iluminando en noches solitarias su inestable posición y sus fatigas.
Nebulosas lejanas que la injurian con sus formas exóticas y bellas, la Hormiga, el Esquimal, Ojo de Gato, el Cisne, el Cono, el Águila que vuela silenciosa en el espacio cósmico, el Anillo vacío, inefable y misterioso, Orión, la Roseta y tantas otras que muestran cautas singulares cosas.
Protoestrellas prometiendo con su brillo el comienzo de nuevas aventuras, negros agujeros devorando con su bulimia estelar astros colosales, galaxias, supercúmulos y todo cuanto ingresa en sus dominios.
Esta Tierra, ¿qué es y dónde está? Un puntito azul, azul, pequeño, muy pequeño frente a hermanos mayores y distantes que ruedan foscos por la inmensidad.
¿Sus vecinos? Enormes monumentos fulgurantes de luces y colores que la obligan a mirar hacia el futuro desde el fondo encendido del pasado.
Ese dios colosal que la protege del frío, del hambre y de la muerte, es un enano junto a Sirio binario, junto a Pólux y Arturo portentosos, éstos a su vez liliputienses ante el rojizo Aldebarán y Rigel que poco son frente al gigante Antares.
Esta Tierra azul, azul entre tantos ejemplos comprobados, se torna mucho menos que existente en la insondable vastedad del caos.
No obstante, creyéndonos grandiosos, los que habitamos su croquis deleznable nos hartamos de poderes y de glorias cegados por unos fuegos fatuos que no pueden ocultar nuestra miseria.
Cedamos pues la voz al viejo vate que antaño nos cantó con son doliente: “¡Oh, Señor... y qué frágiles nacimos! ¡Y qué variables somos y seremos! ¡Si la tumba está lejos... la pedimos! ¡Pero si cerca está... no la queremos!”.