Poco después de haberse desposado, Mario y Gabriela yacieron en su lecho entre cañadulzales, bajo una choza humilde, junto al vibrante Barroso, para engendrar un bárbaro terrible como jamás lo hubo.
Sus brazos y piernas alcanzaron distancias gigantescas, como largos extremos de serpiente con cabezas de asno demoníaco.
Tocando nebulosas y cometas. arrojaba fuego por sus ojos, y de su boca, refugio de titanes, saltaban peñascos encendidos.
Los dioses huyeron de Salgar con destino a Yarumal y Medellín, y más tarde a Bogotá, donde fueron transformándose en poetas: Uno se tornó piedracielista. El segundo prefirió el surrealismo. Un tercero fue pedestre cuadernícola. El cuarto un seguidor de Mito. Uno más, flamante modernista. El sexto un escuálido romántico. El siguiente un pulcro parnasiano. Otro más, un soberbio Nadaísta. Y así consecutivamente, hasta dejar el Parnaso hecho un prostíbulo.
Sólo Tifón permaneció en su puesto como altivo poeta solitario para mofarse de todos los humanos con el cinismo que da la independencia, mientras una turba de críticos obtusos, escupiendo su baba deletérea, intentaban silenciar la rebelión.
Sin heridas, Tifón volvió al Olimpo para vengar la miserable afrenta con estrofas de versos incisivos, más violentos que Zeus el Tonante.
Desde allí sus poemas principales se han ido eternizando paso a paso sobre la móvil llanura del océano, como petrel o tiburón hambriento, dioses supremos de la inmortalidad.