Fui, desde el comienzo, lodo, y mi nombre se deriva del de Adán. Amasado con barro del planeta Yahvé me infundió su propio aliento para que fuera semejante a él.
Pero alguien decidió crear un golem que protegiera los judíos de Praga contra la turba de bárbaros cristianos que deseaba sin piedad exterminarlos.
Con agua y arcilla de un reciente pozo lo bendijo después de darle forma y vida, insertándole en la lengua una tira de papel con la palabra Shem.
Fue un centinela obediente y riguroso en los oficios básicos domésticos, de conducta impecable y servicial, que ahuyentó los verdugos de la casa sin descuidar sus tareas cotidianas.
Un viernes, sin embargo, enloqueció cuando su progenitor pasó por alto retirar el papel al caer la oscuridad; sembró terror en las calles del contorno hasta que su creador y otros rabinos pudieron capturarlo, desprender la tira y llevarlo enjaulado hasta la sinagoga.
Dicen las leyendas y supersticiones que el golem sigue oculto y esperando en la profunda soledad del templo que algún mago, aguerrido y generoso, decida darle vida como antiguamente lo hiciera conmigo Yahvé sobre la Tierra, aunque esto sea mi condena y mi desgracia.