Nadie ha caminado tanto como yo, pues vago por el mundo sin descanso desde que Jesús, el divino Redentor, por la cruel exigencia que le hice, me condenó a vivir bajo esta orden: ¡Anda tú, hasta el final de los tiempos!
Abandoné la carpintería y empecé a encarnar los judíos de la Tierra. No requiero comida ni bebida, nunca enfermo y jamás he de morir, pero mis entrañas arden como brasas cuando intento detener la marcha.
Las versiones de mi errante vida son imposibles declararlas todas: una es con el Padre Luis en Tunja cuando me confrontó con la escultura que demuestra mi vieja identidad:
–¿Me conoces?, pregunté asombrado. –¡Ahasverus!, exclamó la estatua. Ese día el firmamento oscureció como nunca lo estuvo en el pasado.
Vivo en Asia, América y Europa, sin descontar los otros continentes, y en todos me arrepiento con pesar de haber irrespetado al Nazareno.
Ya nada puedo hacer, sólo esperar hasta que dicha maldición prescriba, los creyentes retiren su venganza y el odio que atesoran de continuo como secuela de mi rústica crueldad.