Yo andaba por el desierto junto a la playa (y esto no fue un sueño), cuando apareció María, cálida como un Sol, tierna como la brisa marina, temblorosa y lejana como una estrella.
Sus ojos brillaban con un fulgor travieso repletos de inmensidad en el cielo plomizo de mis pocas esperanzas y alegrías. El mar en calma, con sus olas tranquilas besaba los extremos de su desnudez.
¡María!, grité con la ansiedad de un adolescente extraviado, mientras ella, atónita y desconfiada miraba los pasos inseguros de mi acercamiento, como si fuese un fantasma surgido de las arenas bajo la noche embrujada, dispuesto a despojarla con manos gaseosas de su nocturna belleza.
Apenas había llegado junto a su forma morena cuando escuché de su boca, nutrida de imprecaciones, la voz ronca y vacía como violín sin cuerdas, que sentenciaba imponente contra mis pobres oídos: ¡Anda tú, demonio de los demonios! ¡No soy ninguna María! ¡Yo soy el negro José!