Paseando por la playa una mañana Odín vio nueve bellas y gigantes olas, que declaró en el acto esposas suyas poseyéndolas dormidas en la arena.
Las nueve beldades concibieron un fuerte bebé que alimentaron con la humedad de la tierra, los rayos solares y la fuerza del amor.
El nuevo dios creció tan rápido que pronto buscó a su padre en Asgard, mientras otros miraban desde el puente, construido con aire, fuego y agua.
El espectro más visible sobre el arco de los siete colores principales era un pasaje que unía Cielo y Tierra, hundiendo sus extremos bajo las raíces del árbol central del universo, cerca del cual se hallaba un manantial cuyos enemigos, los gigantes del hielo, lo usaban para entrar secretamente a los inviolables espacios del entorno.
Cuando los dioses buscaron un guardián de buen carácter, fidedigno y resistente, pensaron en el hijo de las olas, para confiarle tan delicada misión.
Era Heimdall tan sensible que, con todos los sentidos aguzados, oía crecer la hierba en las colinas y la lana en la piel de las ovejas; veía a cien millas de distancia en días despejados o lluviosos, incluso en las noches tormentosas.
Dormía menos que los pájaros por ser luminiscente y delicado, y mostraba su dorada dentadura sobre el corcel de crines amarillas, mientras cruzaba el luminoso puente que abarcaba diferentes mundos.
Su palacio podía contemplarse en el más encumbrado pasadizo, a donde llegaban las divinidades que querían agasajarlo diariamente y beber el aguamiel que les brindaba.
Todos apreciaban su sabiduría, y unido al mar por sus enormes madres, los islandeses lo adoraban con agrado. Éste, día y noche vigiló el sendero que llevaba hacia el sagrado sitio, impidiendo llegar a los intrusos hasta el secreto resguardo de los dioses.
Sin descartar su reluciente espada, Heimdall tuvo además una trompeta que anunciaba a todas las criaturas el dónde y cuándo de la última batalla.
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