Iban y venían de un lugar a otro ocultándose, además, entre las rocas, donde, maliciosos, solían repetir las voces emitidas por los hombres, y así sus ecos fueron conocidos como Charla de los enanos.
Engendrados en forma de gusanos dentro del cadáver del gigante Ymir, asimilaron la silueta humana cuando los dioses descubrieron que tales criaturas se arrastraban de adentro hacia afuera y viceversa en la carne del enorme muerto.
De piel oscura y ojos verdes, tenían pies de cuervo, cabeza grande y piernas cortas. Debían permanecer durante el día en la parte más profunda de la Tierra, so pena de tornarse en roca.
Menos poderosos que los dioses, pero más inteligentes que los hombres, demostraban su saber incalculable, incluso prolongándolo al futuro, cuando alguien deseaba interrogarlos.
Como los elfos, eran gobernados por Laurin, Oberón o Gondemar, nombres todos del mismo soberano, cuyo palacio era el centro de la Tierra.
Fabricaban espadas que agredían a voluntad y no debían ser envainadas sin teñirse con la sangre del contrario. Algunas parecían en el combate crestas filudas de gallo peleador.
Molían harina y amasaban pan; hacían también su magistral cerveza, sin contar otras labores hogareñas que los volvían acuciosos y corteses.
Cuando alguno los trataba con desdén, o intentaba ponerlos en ridículo, dejaban el contacto con los hombres sin que fuera posible retenerlos por medio de la astucia o la violencia.
Envidiosos de la estatura humana seducían mujeres espigadas, cuando no les robaban a sus hijos o los cambiaban por su descendencia.
Las enanas se convertían en maras (pesadillas monstruosas e insolentes), para atormentar al cazador intruso, mientras no se taponara el agujero por donde intentaban penetrar ilesas, caso en el cual quedaban al arbitrio de la trampa tendida por el hombre, abrumadas por la angustia y la tristeza.