Trilogía Tudor|Doc 03 Parte 6: La creación de un ícono: Isabel derrota a sus enemigos, se despoja de sus sentimientos y se convierte en reina virgen|Estoy casada con Inglaterra|Nace Gloriana, emperatriz de los mares, comienza la edad de oro|Cate Blanchett
  • hace 3 años
A los 8 años de edad, Robert Dudley escuchó a su compañera de juegos, la pequeña Isabel, proferir las palabras: «Yo nunca me voy a casar». La vida sentimental de Isabel I siempre fue un misterio. Su decisión de permanecer soltera y jamás tener hijos sorprendió a propios y extraños en una época donde la vida de una mujer, fuese reina o plebeya, estaba definida por su situación conyugal. Isabel, sin embargo, declaró muchas veces que «preferiría ser una pobre mendiga y permanecer soltera, que ser una monarca atada por el matrimonio». Ciertamente, su experiencia previa no ayudaba: Isabel había visto cómo su madre, Ana Bolena, moría ejecutada bajo cargos falsos y cómo su padre, con crueldad, usaba y descartaba a toda mujer que no le diera un hijo varón. Su hermana María había hipotecado el reino casándose con un extranjero que no la amaba y, por el contrario, aprovechó la unión para despilfarrar el tesoro inglés y hacerles perder mas de lo que ganaron. Isabel, psicológicamente, relacionaba el matrimonio con sangre, muerte, luchas de poder y pérdidas económicas. Tener hijos tampoco le interesaba, con los numerosos ejemplos de discordia familiar ocurridos durante siglos en la sucesión europea, cuando distintas facciones o ramas dinásticas luchaban por el trono. Cuando los miembros del parlamento la cuestionaban sobre la sucesión y le exigían que se casara para darle al reino un heredero, Isabel les mostraba su anillo de coronación, símbolo de su autoridad, y decía:

«Ya estoy casada, mis lores. Mi esposo se llama Inglaterra, y todos ustedes, todos los ingleses que existen en este reino, son mis hijos. ¿Qué unión más valiosa puedo encontrar yo, su princesa, que la que tengo con mi país y con ustedes, amados súbditos? No habrá mayor dicha para mi observar, a mi muerte, una efigie de mármol que declare que esta reina, por decisión propia, decidió permanecer virgen».

Así nace la leyenda de la reina virgen. Para poder gobernar ese reino tan inestable, enfrentar los obstáculos de su condición femenina y anteponer el bienestar de Inglaterra a sus deseos personales, Isabel I eligió olvidarse de sus sentimientos, suprimir sus propias emociones para convertirse en un ícono, un símbolo de orgullo nacional para sus súbditos, que pudiese perdurar en los anales de la historia. Sus victorias militares, la derrota de la armada invencible, la exploración del nuevo mundo y el esplendor cultural de William Shakespeare y Christopher Marlowe llevaron a Inglaterra a vivir un verdadero renacimiento, reflejado en la poesía, literatura y arquitectura de la época. Utilizando su propia imagen como símbolo de una nueva era, Isabel unificó a sus súbditos alrededor del culto a Gloriana, la esplendorosa protectora protestante destinada a su pueblo, una especie de virgen María sobre la Tierra, inalcanzable pero omnipresente que siempre cuida de sus hijos y nunca los desampara. A costa de su propia humanidad, Isabel trajo la edad de oro que sus padres, Enrique y Ana, siempre soñaron
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