Antes de que los Estados Unidos entraran en la Segunda Guerra Mundial, algunas empresas ya tenían contratos con el gobierno para producir material de guerra para los Aliados. Casi de la noche a la mañana, los Estados Unidos entraron en la guerra y la producción bélica tuvo que aumentar dramáticamente en un corto período de tiempo, sin apenas tiempo de reacción. Las fábricas de automóviles se convirtieron en factorías de aviones, los astilleros fueron ampliados y se construyeron nuevas instalaciones de producción a toda velocidad. Como es de suponer, todas estas instalaciones necesitaban mano de obra. En un principio, las empresas no pensaban que habría una escasez de trabajadores, así que no se tomaron (en ese momento) muy en serio la idea de contratar a mujeres para suplir a los hombres que se acababan de adentrar en la Segunda Guerra Mundial. Con el tiempo, las mujeres resultaron ser a todas luces necesarias, dado que las empresas estaban firmando grandes y muy lucrativos contratos gubernamentales que necesitaban ojos, manos y cerebros para poder materializarse. El trabajo no era algo nuevo para las mujeres. Las mujeres de las clases más populares lo sabían bien: la necesidad de traer dinero a casa casi siempre ha vencido frente a cualquier prejuicio machista. Ahora bien, la división cultural del trabajo en función del sexo idealmente colocaba a las mujeres blancas de clase media en casa y a los hombres en los despachos y fábricas. Además, cabe destacar que debido a la alta tasa de desempleo durante el periodo de la Gran Depresión, la mayoría de la gente se oponía a que las mujeres trabajaran, puesto que se consideraba que les quitarían el trabajo a los infelices hombres en paro. El inicio de la Segunda Guerra Mundial puso a prueba esta manera de concebir las relaciones laborales. Todo el mundo coincidía en que había una gran necesidad de mano de obra.
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