El muchacho sucumbió a la atracción de la pistola, y la cogió en sus manos, notando, sorprendido, el gran peso del arma, a pesar de su tamaño diminuto. Acarició con sus deditos temblorosos el tambor, que giró lentamente. Tiró hacia atrás del percutor y cogió fuertemente el revolver por la empuñadura, con el brazo estirado y puesto a la altura de los ojos. Guiñó el ojo izquierdo y buscó una línea recta entre su pupila, el alza, el punto de mira al final del cañón y un punto del reloj en la pared, que seguía caminando... El corazón del niño ganaba al reloj en el tic-tac. Y el dedo índice, que descansaba en el gatillo, estaba temblando inusitadamente entre el miedo y la osadía.