Había una vez, en lo alto de Los Teques, un lugar donde la lluvia vivía quieta. No caía del cielo, ni mojaba los zapatos. Era una cascada de verdad… pero hecha de paredes, vitrinas y escaleras mágicas.
Cada mañana, los niños llegaban con sus familias, buscando tesoros escondidos: una empanada que sabía a abrazo, un juguete que cantaba bajito, o una camisa que brillaba como el sol. Las escaleras subían solitas, como si quisieran mostrarles el cielo del centro comercial.
En el pasillo principal vivía un duende invisible. Nadie lo veía, pero todos lo sentían: era el que hacía que los globos flotaran más alto, que los helados no se derritieran tan rápido, y que los adultos sonrieran sin saber por qué.
La Cascada no tenía agua, pero tenía magia. Y cada vez que alguien decía “¡Vamos a La Cascada!”, el duende saltaba de alegría, preparando un nuevo secreto para descubrir.
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