Allá por 1977, Luis Alberto Satragni, a quien ya se le notaba un bajo iluminado por la versatilidad y el buen gusto, se puso a convocar músicos para dar con un destino deseado: armar una banda que sintetizara en sí misma una sinergia musical que esos tiempos de fusión demandaban: candombe y rock, esencialmente, pero matizado con tintes de jazz, y una incontenible aura de embrionario funk. Uno fue Jimmy Santos, el negro de los tambores que se había mudado a Buenos Aires justamente con la idea de propalar candombeadas. Otro, el guitarrista Alberto Bengolea. El tercero, Raúl Campana Cuadro, baterista de promisorio futuro. Y el restante, un tecladista de 17 años cuyo nombre nadie registraba aún: Andrés Calamaro.