CRIMEN Y COMUNISMO: Así fusilaron al dictador rumano Nicolás Ceaucescu y a su esposa Elena

  • el año pasado
Yo estaba en aquel instante en el Hotel Intercontinental de Bucarest, con varias decenas de reporteros internacionales, cuando llegó la noticia.

Ibamos a cenar y los periodistas nos quedamos de piedra, estupefactos.

Corrimos a los teletipos a soltar el bombazo, pero pocos detalles de la ejecución del al dictador rumano Nicolás Ceaucescu y a su esposa Elena se se filtraron en aquellos momentos, pero hoy sabemos que el murió con los versos de 'La Internacional'.

Ella, que era todavía más dura que él, falleció con la boca llena de insultos a sus verdugos.

Y todo fue tan patético, tan decadente, tan sombrío, que ni siquiera simbolizó la caída de un régimen político que llevaba dos décadas de poder supremo en Rumania, sino que asemejó un cadalso del medioevo, con el toque de modernidad que daban los fusiles Kalashnikov

Fue en la tarde de Navidad de 1989. Atadas sus manos a la espalda, venda negras que deberían haber tapado sus ojos mal fijadas en las nucas, con unos abrigos de pieles que parecían protegerlos del invierno helado del Este europeo, y acribillados por tres fusileros del cuerpo de paracaidistas, antes leal al dictador y ahora en rebeldía junto al resto del ejército rumano, que manejaban como un pelele los rusos

Apresurado, confuso y disparatado.

Todo está filmado y a disposición de los ojos morbosos que quieran certificar el espanto.

Grabado incluso está el juicio sumarísimo al que fueron sometidos Ceaucescu y su mujer, una farsa jurídica que duró apenas dos horas, no tuvo causa previa, se llevó adelante a gritos entre fiscal, juez y acusados, y terminó con una condena a muerte que ya estaba dictada y que era inamovible.

El parte oficial de la muerte de las dos personas más poderosas de Rumania, parecía una broma:

“La condena es definitiva y fue ejecutada”.

Un oxímoron en sí mismo: si la condena fue ejecutada da igual si era definitiva, provisoria o revocable.

Pero así era todo en la Rumania de Ceaucescu: el mundo había dado una vuelta carnero a su alrededor, y el viejo dictador no se había dado cuenta.

El bloque comunista de Europa había caído en parte o tambaleaba sin rumbo; el Muro de Berlín se había hecho añicos un mes y medio antes y Alemania estaba a punto de volver a ser una y unida, bajo las notas de la Novena Sinfonía de Beethoven; los estados comunistas de Polonia, Checoslovaquia y Hungría, además de la Alemania del Este, eran historia después de revoluciones pacíficas, no del todo incruentas, pero sin el aura trágico de las revueltas de décadas anteriores. Era el turno de Rumania. Y Ceaucescu no lo vio. O no lo quiso ver.

Había nacido el 26 de enero de 1918, sobre los restos del imperio austro-húngaro atomizado por la Primera Guerra Mundial. Era hijo de un pastor que adhería al Partido Campesino y fue un comunista desde adolescente, desde que llegó del campo a Bucarest, cuando tenía once años, para ganarse la vida en lo que fuese. A los catorce años estaba afiliado al Partido Comunista.

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