Contra las guerras

  • hace 15 años
SEMBLANZA DE UN HOMBRE LIBRE

Antonio García Barón nace en Monzón, tierra proclive a las ideas libertarias, allá por el 1922. Con apenas 14 años, abandona el violín y agarra el fusil para subirse en marcha al vertiginoso tren de la Revolución cuando la Columna Durruti pasa por su pueblo. Combate al fascismo casi hasta el último día de la guerra conociendo, ya al otro lado de la frontera, la “hospitalidad” del gobierno socialista francés en forma de infames campos de concentración.

Se apunta a los batallones de trabajo del ejercito galo para salir de aquel terrible confinamiento y asiste en primera línea a la retirada aliada de Dunquerque. Apátrida, paria entre los parias, es rechazado cuando intentan subir a los barcos ingleses cayendo en manos de los nazis.

Merced a los turbios y siniestros acuerdos entre Franco y Hitler, dará con sus huesos en Mauthausen, al igual que varios miles de “rojos” españoles. El infierno de la Iglesia no existe, pero sin duda aquel era el de los humanos. Cuatro años y medio de torturas, de olor a carne humana quemada, del dolor del hambre. Antonio, ya un esqueleto humano con número, el 3422, ve desde su barracón las largas colas de judíos que marchan sumisas y ajenas a su suerte hacia las duchas letales.

El descenso a los infiernos no hace de Antonio peor persona....ni más sumisa. Llega la liberación y consigue un buen trabajo en París pero no es capaz de adaptarse a la nueva vida. Busca un territorio virgen donde empezar de cero, hastiado de injusticias y podredumbre humana. Gastón Leval le pone en la pista: la Amazonia boliviana.

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