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  • 3/1/2020
Caracas, 3 ene (EFE).- "Prefiero despedirte en el aeropuerto que en el cementerio". Esa es la última frase que muchos jóvenes venezolanos han escuchado antes de volar, abandonar su país y lanzarse a buscar un futuro mejor para ellos y sus familias. Sus parientes que han quedado atrás, en un país que se debate entre la distopia y el caos, dependen de las remesas en una nación empobrecida y vaciada a la que le falta el 20 % de sus ciudadanos. Y quienes la escucharon son los afortunados. Las lágrimas en los aeropuertos de Venezuela son solo para quienes pueden pagar un billete. El 2016 sorprendió a todo el continente americano con una oleada de ciudadanos del país -casi- expetrolero que desde entonces han recorrido sus carreteras a pie en busca de un futuro mejor. Migrar también es una cuestión de clases. Como si apelaran a la mística de Simón Bolívar, edulcorada hasta la extenuación desde la escuela en los últimos dos siglos, recorrieron los mismos caminos que atraviesan Colombia, el principal receptor del éxodo venezolano. Cruzaron los mismos páramos que sus soldados descamisados hollaron y algunos de ellos murieron en las mismas alturas en las que fallecieron de hipotermia los guerreros que se enfrentaron al imperio español.

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